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Columnistas  |  10 abril de 2020  |  12:01 AM |  Escrito por: Luis Antonio Montenegro

MIDIENDO EL TIEMPO ETERNO EN LOS CICLOS DEL GRAN DIOS SOLAR

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Luis Antonio Montenegro

LOS CALENDARIOS PRECOLOMBINOS.  LOS MAYAS (III)

¿Quién será el Ah Bobat, Profeta,

Quién será el Ah Kin,

Sacerdote-del-culto-solar,

Que pueda explicar rectamente

las palabras de estos signos jeroglíficos?

Chilam Balam

En el cielo de los mayas una bandada de dioses se apretujaba, regentando con una meticulosidad divina cada acaecimiento en el mundo visible y en el invisible, por insignificante que este pareciera. Dioses dicotómicos, en la misma concepción de la mitología mexica, que encarnaban en una sola entidad a un ser y su contrario. Como en la ancestral filosofía oriental del Ying y el Yang, o en la dialéctica de Hegel. La tensionada unidad de los contrarios. Dioses que, además, poseen una singularidad que incidió de forma definitiva en la organización del poder religioso y político en la sociedad maya: la importancia de cada deidad, así como la interpretación de su rol hacia los humanos, variaban acorde con los movimientos astrales. De allí el papel fundamental de los sacerdotes como exégetas astronómicos, como videntes astrológicos, como lectores y escribas de las cosmovisiones y, lo más importante para el ejercicio del poder real, como hacedores y administradores de los calendarios. Por ello, los sacerdotes determinaban la fecha de las ceremonias y el tipo de ofrenda adecuada para cada dios. Rituales que adquirían un valor especial cuando se trataba del anuncio de grandes proyectos reales, o de la inauguración de obras monumentales, o de la coronación de un rey. A los banquetes, la quema de incienso, la música y la danza ceremonial, a las ofrendas místicas, se agregaban los sacrificios humanos. La sangre se ofrecía como una poderosa ambrosía para alimentar a los dioses, cuando no para aplacar algunas manifestaciones de su dual maligno. Era común que ese néctar vital se extrajera de los prisioneros de guerra. Además, el rango del preso elevaba la potencia del elixir ofrendado. Es famosa una historia acontecida en el año 738 dC, cuando el rey vasallo K’ak Tiliw de Quiriguá, capturó a su señor Uaxaclajuun de Copán y en ceremonia especial, días más tarde lo decapitó. Ritual de muerte ofrecido a los dioses, celebrado adrede delante de los plebeyos, para mostrarles quien detentaba el poder. Por lo general, los prisioneros de menor rango se salvaban de estas liturgias y más bien eran usados como mano de obra esclava.

Un manejo tan alto y directo del poder religioso y político, exigía que el sacerdocio estuviera reservado para un grupo muy cerrado, seleccionado de las élites. En la mitología griega el mensajero entre los dioses y los hombres era el alado dios Hermes. Los mayas delegaron en los sacerdotes el ejercicio de tan decisivo oficio. Estos eran los exclusivos intermediarios entre los mortales hombres y los dioses del mundo supra natural y del inframundo. Aparte de ser el sagrado enlace, detentaban la autoridad para realizar las observaciones astronómicas y las predicciones astrológicas; para calcular los ciclos calendáricos y fijar las fechas para los aconteceres religiosos e históricos; para consignar las leyendas mitológicas y para ajustar al calendario la importancia de los dioses. El oficio también los encargaba de grabar para la posteridad, en sus sagradas escrituras, toda la información del universo conocido e imaginado. El investido supremo era el Ah Kin May, el sacerdote solar, también identificado como Ahuacán May, señor de la serpiente. Por debajo de ellos estaban los Chilanes, sacerdotes médicos para atender al pueblo; los Nacones y los Chaques, auxiliares en las celebraciones rituales y en los sacrificios humanos, además de ser los encargados de encender el fuego nuevo al comienzo de cada año. A su alrededor se movían también los escribas. El ah tz'ihb , escriba real y el ah ch'ul hun , especie de guardián de los libros sagrados. En el llamado período clásico de la cultura maya, entre el 250 y 900 dC, el sumo sacerdote y el rey se fusionaron en uno solo, el Ajaw K’uhul, concentrando por designio divino, todo el poder político y religioso. Se estableció una forma auténtica de monarquía teocrática. La mitología, la observación cósmica y los usos civiles y sagrados del calendario, fusionados como nunca antes en el alma de una cultura y utilizados como base de un férreo poder del rey- dios.

Una expresión esencial de la religión maya era el animismo. El culto cotidiano a los antepasados difuntos, invocados para que intercedieran por los vivos ante los dioses. En el fondo, la veneración a la muerte. Liturgia mediada por chamanes, aunque el vínculo directo del deudo con el ánima de sus parientes estaba enraizado en creencias ancestrales. Vínculo manifiesto en la costumbre de enterrar sus muertos debajo del piso de su morada, dotándolos con las mejores ofrendas posibles, de acuerdo con su estatus social. Desde allí, los finados irradiaban su espiritual protección al entorno familiar. Como la transmisión del linaje era patrilineal, se destacaba el culto al más prominente ancestro masculino. Con el crecimiento social y la concentración del poder, la realeza maya, fiel a esta tradición animista, construyó santuarios hogareños en las grandes pirámides memoriales, donde se erigían las tumbas de sus antepasados. Esta faceta de la religiosidad maya encajaría, relativamente fácil, con el singular animismo de la religión importada por los ocupantes españoles: pese a que el catolicismo proclama que el único intermediario válido entre dios padre y los hombres es el hijo crucificado, en realidad, los creyentes invocan a los fieles difuntos para que los ayuden. La iglesia madre posee un voluminoso santoral, con un directorio repleto de santos y beatos, de siervos de dios y venerables, todos muertos, dispuestos para interceder ante el padre, cuando no a hacer sus propios milagros, o por lo menos, a infundir fe y esperanza con unos poderes espirituales que permanecen invictos en el más allá.

Para esta sociedad teocrática, el orden del universo estaba decidido por los dioses. Los mayas concebían el cosmos como una gran estructura vertical, formada por tres capas bien definidas. Establecieron trece niveles en el estrato celeste y nueve en el inframundo. En medio de esa dicotomía, residía el mundo de los hombres. La orientación de esas capas en los vectores cardinales era esencial. Además, a cada dirección le otorgaban un color, infundiéndole un simbolismo especial y una críptica carga esotérica. De tal forma que al norte le correspondía el blanco, al sur el amarillo, al oeste el negro y al este el rojo. Estos puntos cardinales coloreados imprimían un aspecto y unas características especiales tanto a los dioses, como a todo cuanto ocurriera dentro de su área. Cuatro dioses sostenían el cielo: los Bacabob. Cuatro dioses sostenían el reino de los hombres: los Pawatun. Al final de las eras los Bacabob desfallecerían, exhaustos o derrotados, no lo sabemos pues los profetas nos dejaron en ascuas, causando el estropicio final. El apocalíptico derrumbe de los cielos. En su cosmogonía, una vez se inicia el tiempo ordinario del cosmos, justo después de haber alimentado con sangre al sol y a la luna, se suceden infinitas eras cósmicas definidas por los dioses creadores. En ese cosmos estratificado, el tiempo se mueve en perpetuos periplos circulares. La noria solar girando imparable alrededor de la tierra. Itzama, el dios creador que encarna al mismo tiempo al sol y al cosmos, generando el tiempo con su devenir. De día, en su manifestación como K’inich Ahau, el “sol día”. De noche, cediéndole el paso al Jaguar de la Noche, al sol nocturno que desciende a los abismos del inframundo, para cumplirle la cita a los nueve señores de la oscuridad que lo regentan.

En ese trasegar divino, se genera el tiempo de los hombres. Los dioses creadores intentaron moldear seres con mentes y corazones capaces de llevar la cuenta de los días. Pero fracasaron en varias oportunidades. Primero, tres dioses intentaron formar los hombres con barro, pero esto se desmoronaron. Luego, siete dioses ensayaron con madera, pero el ente resultante carecía de alma. Cada fallo naufragó en un diluvio inclemente. Finalmente, trece dioses trataron con el bendito maíz, blanco y amarillo, mezclándolo con su propia deífica sangre. Crearon dos parejas, las cuales respondieron a sus aspiraciones, la más importante de las cuales era, tal vez, que el destino de estas creaturas estaba uncido a la alimentación y la adoración de esos mismos dioses. Mitología de un antropocentrismo inocente y religioso. Los dioses crean el cosmos y más tarde a los hombres, aleados con su propia sangre, para que puedan adorarlos y nutrirlos con la ambrosía de la sangre. La era de los hombres de maíz es la actual, la cual se ahogará en un diluvio final, siguiendo la inapelable ley de los ciclos cósmicos. Este estadio mitológico correspondería al del quinto sol Náhuatl, inscrito en la legendaria piedra solar mexica. Estadio que ha de terminar, según la profecía azteca, en un cataclismo final de furias telúricas, terremotos y hambre.

A lo largo de la historia, muchas civilizaciones antiguas inventaron artefactos y artilugios para permitirse realizar observaciones y cálculos astronómicos; erigieron monumentos y observatorios. Algunos tan elementales como el gnomon, otros más elaborados, como el increíble modelo en miniatura del cosmos llamado esfera armilar. Algunos pequeños como la piedra calendárica de Choachí, tallada por los muiscas, otros monumentales como la Piedra del Sol azteca. Pero todos ingeniosos. Todos impresionantes. Asombrosos a cuál más. Sin embargo, ninguno equipara la belleza arquitectónica y la solemnidad del observatorio astronómico maya de Chichén Itzá. Conocido como El Caracol, por unas escaleras en espiral que conducen a la bóveda central. Desde lejos, la cúpula evoca un planetario moderno. Diseñadas con precisión astronómica, desde sus ventanas se perciben los equinoccios, los solsticios, las puestas solares, el tránsito de Venus. De 29 posibles eventos astronómicos observables, en El Caracol se pueden estudiar 20. Sin duda alguna, a través de su historia, los mayas se erigieron como eximios matemáticos y astrónomos. Influidos por la tradición de sus ancestros, examinaron con pasión a Venus. Lo llamaban Chak ek, la gran estrella, con razón, pues es uno de los tres cuerpos más brillantes del firmamento que se pueden contemplar desde la tierra, junto a la luna y al sol. Seguían su peculiar orto solar por el oeste, y su poniente por el horizonte del este. Sabemos que se trata del único planeta que gira en torno a su eje en el sentido de las manecillas del reloj. El único dextrógiro. Todos los demás lo hacen hacia la izquierda. Calcularon con precisión su período sinódico en 584 días. Descubrieron que cinco de sus ciclos equivalían a ocho años solares. La predilección por este hermoso planeta se manifiesta con viveza en la decoración del Palacio del Gobernador, magnífica obra descomunal de 1.200 metros cuadrados, en la cual grabaron 400 glifos venusinos sobre las mejillas de mascarones del dios del agua y de la lluvia, Chac.

Pero El Caracol no es el único edificio construido con fines astronómicos. Hay otros de menor escala, pero igualmente impresionantes, levantados en la rica historia cosmológica de la cultura mesoamericana y de los mayas en particular. Nombraré de paso algunos, como el Templo de los Jaguares del gran juego de la pelota de Chichén Itzá: En los dos lados de la cancha, construyeron unas especies de atalayas. Por unas hendiduras se filtraba el sol y se podían otear los equinoccios y los solsticios. El Templo Monolítico de Malinalco: durante el solsticio de invierno los rayos del sol alcanzan la cabeza de un águila que espera en mitad del santuario. El ya nombrado Palacio del Gobernador de Uxmal, en Yucatán. Una obra majestuosa que envidiaría cualquier emperador, de cualquier cultura, en cualquier tiempo. Las impresionantes construcciones de la zona de Xochicalco, en especial el Templo de Kukulkán o de la Serpiente Emplumada, en el cual las sombras de los peldaños en el ocaso, dibujan el cuerpo de la serpiente y lo conectan con las cabeza tallada en piedra, ubicada al comienzo de las escalinatas. Templo encriptado con todos los simbolismos calendáricos: tiene 360 escalones, más el remate superior, suman 365 que equivalen a su calendario solar agrícola Haab. Los estudiosos han ido descifrando uno a uno, en un ejercicio lento y deslumbrante, los mensajes cósmicos que los ingenieros y los sacerdotes escribieron entre las piedras y en los espacios y en la atmósfera de Kukulkán. El otro referente sideral de Xochicalco, es el observatorio ubicado en una cueva, con escalones en piedra tallados hacia el interior de la misma. Los rayos del sol penetran desde el 15 de abril hasta el 15 de agosto, por una especie de chimenea, de sección hexagonal, de casi nueve metros. Cuando el sol está en su cenit, los días 14 a 15 de mayo y 28 a 29 de julio, el rayo cae perpendicular, proyectando el hexágono pleno en el piso de la cueva. En otras zonas, también existen los observatorios de Monte Albán, la famosa Pirámide del Sol de Teotihuacán y el edificio circular de Mayapán. Vestigios supervivientes de la catástrofe de la conquista y del cincel implacable del tiempo que todo lo roe. Testimonios de una cultura que celebró la liturgia del tiempo invocando a los dioses, e iluminando sus altares con los destellos de las estrellas.

De estas labores de arquitectura e ingeniería, quiero hacer mención final de la Pirámide del Adivino, conocida también como la Pirámide del hechicero, la Pirámide del Enano o la Pirámide del Gran Chilán. Las leyendas y los mitos todo lo pueden. Son el gran monumento a la imaginación, construido solo con el aire de las palabras, capaz de soportar los estragos del tiempo y las miserias del olvido. Una de ellas cuenta que esta pirámide fue edificada por un enano en una sola noche. Este hombrecito había nacido de un huevo encantado por una bruja. Los dioses le dieron el poder de la adivinación. La leyenda también narra cómo el enano llegó a ser rey. Asunto que ahora no nos importa. Como curiosidad arquitectónica, este edificio es el único de todos los levantados por los mayas, que tiene una planta ovalada. Rompe con el esquema rectangular de la tradición mesoamericana. La planta ovalada se mantiene en los tres primeros niveles y en el cuarto y quinto, retoma la clásica forma rectangular. Más que lo singular de su arquitectura, lo extraordinario de esta pirámide es que los mayas hayan construido un monumento a la adivinación. Su calendario sagrado de 260 días, el Tzolkin, está dedicado a los augurios, a la predicción del tiempo que viene. Otra ofrenda a su acendrado interés cósmico.

La verdad de la Pirámide del Gran Chilán, es que fue construida muy lentamente, al parecer dirigida por varios gobernantes a través de largos 400 años.

La estructura básica del calendario maya seguía los lineamientos clásicos mesoamericanos. Los mismos asumidos por los mexicas. Este se componía de un año solar de 360 días, llamado Haab, en el cual se contabilizaban 18 “meses” de 20 días cada uno. Se trataba del año civil, cuyo almanaque organizaba las labores agrícolas y las celebraciones políticas y religiosas. El día se denominaba Kín y el “mes” Winal. Ese año de 360 días era un Tun. Para ajustarlo con el ciclo solar real, se añadían cinco días llamados wayeb, los cuales se consideraban días oscuros, al igual que en el calendar mexica. Estos días nefastos se añadían al final del último mes, Cumkú, aunque no se hacían registros cronológicos de los mismos. Es curioso constatar que en casi todas las culturas los días embolísmicos tienen alguna connotación de mal agüero. En nuestro calendar gregoriano, por ejemplo, los años bisiestos son vistos como fatales. Los mayas dedicaban esos días de ajuste calendárico a las vacaciones puras. Despedían el “año viejo” con ritos de renovación. Cambiaban la ropa, los utensilios de la cocina, barrían la casa y sacaban la basura a las afueras del pueblo. Los hombres se reunían en el templo con los sacerdotes y hacían un ceremonial quemando un nopal en un brasero. El año nuevo comenzaba en el winal pop.

En el siguiente winal, uo, se celebraba una gran ceremonia llamada Pocam. Era un evento especial para sacerdotes adivinadores. Envueltos en un sahumerio de copal, se oraba e invocaba a Kinich Ahau Itzamná, el primer sacerdote. Luego, “con agua virgen traída del monte, donde no llegase mujer”, ungían las tablas de los libros. Entonces, entre el sahumerio y las oraciones y un baile ritual, el okotuil, los sacerdotes proclamaban sus pronósticos del año. En todos los meses siguientes se realizaban ceremonias a diferentes dioses. Algo propio del espíritu de una cultura de hondura teísta y religiosa. Y como en toda liturgia religiosa, las oraciones, los rituales y las ofrendas suplican a los dioses enviar a los hombres el poder de sus bendiciones desde el más allá, para obtener bienaventuranzas en sus andares terrenales.

La otra cuenta calendárica era el Tzolkin. Un calendario sagrado de 260 días. Trece meses de veinte días cada uno. Su uso estaba dedicado a la vida espiritual y esotérica. Organizaba las celebraciones religiosas y místicas del año. Los sacerdotes pronosticaban el clima para planear las actividades agrícolas. Hacían los augurios para saber las épocas más propicias para la caza y la pesca. Y vaticinaban el destino de las personas. Este calendario se usa hogaño en ciertas comunidades indígenas del altiplano guatemalteco y en el estado mejicano de Oaxaca. Los modernos videntes tienen el hermoso título de “vigilantes de los días”.

Los mayas no numeraban los años. Ni en el calendario solar ni en el sagrado. Lo que hicieron fue articularlos en un ciclo superior conocido como “Rueda Calendárica”. El engranaje matemático arroja un ciclo clave de 52 años. Es decir, cada 18.890 días encajan los dos sistemas. Además, precisamente cada 52 años se ajustan los 5 días embolísmicos. Es decir, 52 x 5 es igual a 260. No se conoce el nombre maya de este ciclo, pero recordemos que los mexicas usaban el nombre náhuatl "Xiuhmolpilli", que significa “anudación de los años”. Para los mayas, este ciclo de 52 tun era más importante que el mismo año, por cuanto marcaba una fase circular que se repetía sin cesar. Una auténtica noria del tiempo. Concebían un fin y una renovación del mundo en cada vuelta de la noria. Sus profecías se dirigían a entender los sucesos que marcarían ese periplo del tiempo.

El calendario maya es uno de los más conocidos en occidente y tal vez el más estudiado de todos los elaborados por las civilizaciones ancestrales. No creo que ello radique en algún interés especial por conocer las celebraciones de su año solar. La fascinación surge de las interpretaciones a las profecías mayas, basadas en sus videncias de los ciclos tun de 20 años y en especial de los eternos giros de la noria de los 52 años. Fascinación que cobró fuerza mística antes del 2012. El arqueólogo británico John Eric Sidney Thompson, fervoroso exégeta de la cultura maya, a partir de una lectura minuciosa del Popol Vuh y de inscripciones glíficas en estelas de Quiriguá, Guatemala y en el Templo de la Cruz de Palenque, en Chiapas, entre otras tantas, concluyó que la data era, el día cero de su historia, correspondería al día juliano 584.283. Es decir, su presencia en el universo inicia del 11 de agosto de 3114 aC. Basados en este dato fundamental, se calculó el algoritmo para establecer la correspondencia de las fechas entre el almanaque gregorianos y el maya. Así se descubrió que, si ese 11 de agosto fundacional correspondía al día uno de la llamada cuenta larga del calendar maya, (primer día del primer Batkun), precisamente el 20 de diciembre de 2012 sería el último día del décimo tercer Batkun ¡El fin del mundo! ¡¡El anunciado apocalipsis!! Miles de charlatanes, cientos de especuladores de religiones y doctrinas apocalípticas encontraron el tesoro perdido. Astrólogos de pacotilla, mercachifles de rituales para salvaciones expresas, buhoneros oportunistas vendedores de fruslerías, mendaces clarividentes de futuros imposibles, salieron en bandadas a proclamar el final de los tiempos. Las profecías mayas y, sobre todo sus cuentas calendáricas se pusieron de moda. Y es que la clarividencia embelesa al hombre. Perdido el pasado e incapaz de retener el presente, la ilusión de predecir el futuro lo hipnotiza. En todas las culturas, el rol de los oráculos, de los clarividentes, de los profetas, los coloca por encima de los demás mortales. La lista de los medios usados para las videncias es demasiado larga. El trabajo astrológico de los mayas, sus oficios agoreros, dieron alas a esa ambición hechizante de los hombres. La avidez de predecir el futuro, de leer lo que ya está escrito en el tiempo por venir. Inútil pretensión de atrapar lo que no existe. Vano deseo de aquietar lo eternamente lábil. Confusión onírica del humo ante el espejo. Memez pueril del homo que no entiende que, si fuera posible adivinar el futuro, prepararse para su llegada, modificarlo de alguna manera, en ese preciso momento, dejaría de ser el destino, el porvenir ineludible. Sería tan solo un instante más del misterioso tiempo que se expande desde el principio de todas las cosas. Tiempo en el cual viajamos, flotando al garete sobre sus olas caóticas, montados en las hojas secas de un vegetal calendario.

Luis Antonio Montenegro Peña

Escritor- periodista.

Email: [email protected]

Twitter: @gayanauta

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