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Columnistas  |  27 septiembre de 2020  |  12:00 AM |  Escrito por: EL FLACO JIMÉNEZ

MEDÍTELO CONMIGO 29

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EL FLACO JIMÉNEZ

Por El Flaco Jiménez

En 1960 hice el descubrimiento de mi vida. No fue la paja como pudiera creerse, sino la lectura. Pero la lectura mejoró mis pajas, les dio materia prima, en esa época cuando Manizales era una aldea conventual y no se conseguían revistas porno.

Antes de aprender a leer yo me hice muchas veces inspirado únicamente en la imagen de la sota de bastos y otras veces mirando los calzones de bolitas de mi hermana colgados en el patio para secarse.

Pero los libros me abrieron el mundo del erotismo y paradójicamente fue la biblia, pues en mi casa solo había tres libros: Uno de culinaria, otro de plantas medicinales y La Biblia enorme abierta sobre un atril de madera.

Cuando le dije a mamá que había visto un libro de aventuras en la vitrina de la librería de don Pablo Pachón me señaló el atril con el dedo índice rígido como un palo:

—Las únicas lecturas que usted necesita mijo son estas.

Y no me permitió leer nada más, pues ella opinaba de la Biblia lo mismo que del Corán, opinaba el califa Omar

Pues me puse a leer ese mamotreto y leí de pasta a pasta. Me volví tan experto en la biblia que me ofrecieron trabajo los Testigos de Jehová. Mis amigos decían que yo era “una biblia”. Y puesto que no había más libros en casa, me la volví a leer. Pero en la segunda lectura me salté las genealogías, las lamentaciones, las prohibiciones y toda la monserga de los profetas y fui derecho a los episodios de incesto, asesinato, violación, decapitación, traición, canibalismo, sodomía y fratricidio que abundan en las páginas del buen libro.

Cerca del colegio estaba la Librería de Don Pablo Pachón, a quien cariñosamente llamaban Pablov por sus inclinaciones soviéticas. Yo acompañaba a mi amigo Eduardo García a comprar allí los libros de Sartre y de Henry Miller, pero no entraba al antro porque mamá me tenía amenazado con las llamas del infierno. Eduardo se mofaba de mi timidez:

—Si te dan miedo las llamas, no vayas al Perú.

Mamá me advirtió que Pachón era comunista y ateo, que estaba excomulgado, que vendía libros de segunda y, lo peor de todo, lo verdaderamente peligroso para la juventud, que Pachón era dañado. ¡Dañado! Esa era la palabra políticamente correcta que usaban las señoras de Manizales en los años 60 para referirse a los cacorros, pederastas, cacheros, pirobos, maricones, invertidos, voltiaos, travestis, locas y demás hombres que gustan del cuerpo de otros hombres.

Y claro, yo empecé a interesarme por aquella librería, y cuando pasaba de camino al colegio me detenía para espiar los libros abiertos en la vitrina, tentadores como frutas en los puestos del mercado. Cuando vi el Sexus de Henry Miller se me hizo agua la boca, y cuando leí un verso de León de Greiff: Cambio mi vida / juego mi vida / de todos modos la llevo perdida, comprendí la diferencia entre un verso y un versículo.

Los burguesitos del Colegio de Cristo murmuraban que en la bodega de la librería, funcionaba una casa de citas y que las putas eran colegialas de sexto, que entraban con el pretexto de vender sus libros de texto. Yo estaba loco por conocer aquel antro de rimas y perversiones.

Así fue como un día, usando el mismo pretexto de las colegialas, y acompañado de Eduardo, entré a la Moscú a ofrecerle a Pachón el Álgebra de Baldor, ese mamotreto insufrible en cuya portada estaba la imagen de un árabe muy parecido a Bin Laden (es natural que dos árabes se parezcan y más aún si son calculistas). El libraco estaba lleno de números y letras como la Biblia de mi madre, pero en proporción inversa. No me gustan las letras del álgebra: son unas taradas que se juntan con los números para darse importancia. A mí me gustan las letras independientes.

Mientras Pachón revisaba el Álgebra, ojo por hoja, yo tímidamente me paseaba por aquel sagrado templo de las letras que tenía en el centro una máquina registradora con repujados de plata, como un altar, rodeada de libros por todas partes. Recorrí los estrechos pasillos entre grandes anaqueles que subían hasta el techo. Había una escalera de madera con rodachines Para alcanzar los libros más altos, los prohibidos por el arzobispo,. Me trepé en ella con mucho respeto, y ya estaba a punto de poner mano sobre aquellos suculentos manjares cuando Pachón, levantando la voz, me bajó de aquel sueño de las escalinatas:

—No vale nada, le faltan muchas hojas —dijo el librero con gesto displicente.

Era cierto. Yo le había arrancado muchas hojas al Álgebra para fabricar avioncitos, que luego lanzaba contra el tablero en clase de matemáticas. Me imagino que así también empezó Bin Laden.

Al día siguiente, acompañado como siempre de Eduardo, volví donde Pachón y le llevé el libro de Álgebra de mi hermana menor, la que estudiaba en el colegio de monjas. Era un ejemplar intacto, sin abrir siquiera (al igual que mi hermana). Pachón me pagó una bicoca por el mamotreto, y pensando tal vez en recuperar su dinero me permitió subir a la escalera para admirar sus tesoros. No compré nada, pero hojeé muchos libros y me bastó una mirada veloz para guardar los fragmentos eróticos y usarlos como insumos en las pajas de la noche. Una técnica que aprendí leyendo la Biblia de mi madre.

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