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Columnistas  |  08 marzo de 2021  |  12:00 AM |  Escrito por: Agostino Abate Pbro.

EL PUEBLO MÁS LINDO DEL QUINDÍO

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Agostino Abate Pbro.

Un Jeep Willys J6 extra largo subía sin dificultad la carretera empinada, incurvada y destapada que me llevaba por primera en vez en 1978 al pueblo más lindo del Quindío cuyos habitantes por su amabilidad, alegría y tesón me enamorarían para siempre de Colombia.

Desde la primera noche aprendí que uno no se podía acostar sin haber dado algunas vueltas a la plaza principal conversando con los amigos, saludando a todos, tomando un café o una cerveza. En esa plaza y en las calles que en ella confluyan aprendí y pronuncié mis primeras palabras y mis primeras oraciones en español. La universidad de la calle de Pijao me enseñó el castellano de Cervantes.

Al salir de mi país, familia y amigos me habían recomendado que los llamara enseguida cuando llegase a Colombia para saber cómo había ido el viaje, porque decían que de la única forma que podían darse cuenta de mi llegada era por los noticieros. Allí sabrían si algún avión había caído o no en su ruta hacia Bogotá.

A través de la gentil y eficiente telefonista de Telecom logré comunicarme. ¡Y se escuchaba súper! Desde la otra parte del océano a un cierto punto me preguntaron por mi número telefónico. Le dicté el 32. Insistían diciéndome que no entendían los otros números, a lo cual tuve que explicar varias veces que ese era el número, ni más ni menos. Se acostumbraron a pedir el número 32 a la telefonista para que nos conectara. Hasta el punto que un día ella me comentó: “Pues, entre ustedes hablan muy bonito, pero yo hasta ahora no he podido entender nada de lo que conversan”.

Poco a poco ese pueblo se hizo mi pueblo y lejos de mi tierra, sin darme cuenta, inconscientemente, ese mismo pueblo me mimó por años, porque cada vez que presentaban una película en el Teatro Román de la localidad la anunciaban con la canción “Volare” de Doménico Modugno y en muchas películas se presentaba a mi paisana Sofía Loren, además de recordarme, a cada rato, que Oreste Sindici había compuesto la música del Himno Nacional de Colombia.

El dar clase de filosofía y francés en un colegio de la localidad me dio la posibilidad de conocer la juventud maravillosa que vivía entre las montañas de la cordillera central andina. Y con ese colegio, en el paseo - aventura del último año de bachillerato, hice mi primera salida a la Costa Atlántica: Cartagena, Barranquilla, Santa Marta. En un Rápido Quindío con asientos de madera. Espléndidos muchachos que reencuentro a veces ahora, adultos, con un físico distinto, más con la misma alegría y bondad de siempre.

En el pueblo, los niños, y eran muchos, a temprana hora debían acostarse para poder madrugar a clase el día siguiente. Pero se resistían hacerlo sin haber jugado un partido a “banquitas” sobre el cemento de la plaza. A menudo me invitaban a jugar con ellos. Hasta llegué a pensar que esa plaza iluminada en las noches y esas bancas habían sido ideadas para que los niños jugaran con un balón. Y siempre me invitaban. Un día descubrí el secreto de tanta cortesía. Me explicaron que si yo no jugaba con ellos los policías hubieran retenido o pinchado su balón.

En los años sesenta y siguientes, el gobierno colombiano junto con otros países que incluía a Estados Unidos, se inventaron, para que la juventud no ingresara en las filas de la guerrilla y por lo tanto no abandonara el campo, un Pacto Cafetero para aumentar los precios del café y producir así bienestar en el agro. Ese pacto se acabó precisamente cuando se enteraron que el peligro de la toma del poder por parte de la insurgencia había pasado y que por lo tanto los campesinos podían volver a su antigua situación de pobreza.

Cuando conocí el campo cordillerano del Quindío se vivía todavía la época de la bonanza cafetera y los campesinos estaban orgullosos de su parcela, de sus cultivos y sobre todo de sus hijos tradicionalmente vinculados a las mismas faenas agrícolas de sus padres. Ahora cuando he vuelto a las mismas veredas y a las mismas fincas de la cordillera lo único que he encontrado ha sido el abandono por parte del Estado y menos jóvenes y más viejos y mucha pobreza.

Dos acontecimientos populares rompían cada tanto la monotonía de un domingo pasado normalmente entre rancheras, cerveza y aguardiente. Uno civil: las elecciones. Otro religioso: la fiesta de san Isidro.

Llegaban más policías, llegaba el ejército. El pueblo parecía militarizado. Ningún carro o moto podía salir del pueblo hasta terminadas las votaciones. Total aislamiento. La plaza principal completamente acordonada. Solo los votantes, es un eufemismo, podían entrar en la plaza. Recibían unas papeletas a veces ya marcadas por avivados politiqueros, se acercaban con seriedad a la urna, cumplían con su deber cívico de ciudadanos y salían de la plaza mostrando orgullosos su dedo índice teñido por una tinta indeleble. Alrededor todo era fiesta, aun sin cerveza o aguardiente, prohibidos ese día por la ley seca cuya finalidad no entendía.

Al comienzo me escandalicé un poco. En una gran tarima ubicada a la entrada del templo parroquial colocaron una estatua de san Isidro el patrono de los campesinos. Desde temprano hasta entrada la tarde pude observar un espectáculo insólito y pintoresco. De las cuatro esquinas de la plaza comenzaron a llegar centenares de campesinos, dueños de fincas, comerciantes, habitantes del pueblo, cada uno con su aporte: terneros, marranos, chivos, gallinas, gallinas de bejucos (así llamaban a las ahuyamas), piscos, ocas, sacos de café, de maíz, todo tipo de verdura, y cheques y billetes. El billete de más valor a la época era el de doscientos pesos.

El animador veía al hacendado acercarse a la tarima, lo anunciaba por su propio nombre, este se acercaba con majestuosa solemnidad, entregaba el cheque y un colaborador lo pegaba con un alfiler a la ruana de la estatua de san Isidro y así, cheque tras cheque, billete tras billete, el manto del santo al finalizar la tarde se volvía repleto de valores como si se tratara de la bóveda abierta de un banco.

Puedo certificar que, por la noche, después que los miembros del Consejo Parroquial dieron a conocer el monto de las donaciones del día, que por cierto fueron buenas, aquella persona que al principio estaba un poco escandalizada exclamó: “Hola, señores, ¿porque no organizan algo similar todos los domingos?”.

Todo esto y más, era, casi al ocaso de mi juventud, la cittá-slow, la ciudad que, por la amabilidad, la alegría y el tesón de sus habitantes me hizo enamorar para siempre de Colombia.

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